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22 de julio de 2010

SANTUARIUM - La historia que se esconde más allá de sus paredes.

Principios del siglo XX. Rafael, vástago de una familia con larga tradición de escultores, reniega de su padre y todo lo relacionado con la tradición de sus ancestros: la artesanía.

Su juventud y espíritu rebelde, lo conducen hacia los movimientos de protesta y lucha obrera; son tiempos de tumultos e inestabilidad. Muy a su pesar, su padre deja ir al último heredero de un don que ha pasado de abuelos a hijos durante generaciones, un don que les ha permitido durante siglos, vivir dignamente.


En Mayo de 1931, se suceden una larga serie de atentados contra las instituciones eclesiásticas, quemando y destruyendo decenas de inmuebles: iglesias, parroquias, conventos, seminarios, etc... El joven Rafael, alentado por las masas, participa de forma activa y aúna fuerzas con los camaradas para saquear y destruir todo lo que encontraban a su paso. Lo más irónico de ese día es, sin duda, que esas imágenes eran fruto de las agraciadas manos del padre de Rafael... y allí estaba el hijo de un erudito de las bellas artes, aniquilando las creaciones de su progenitor.


Semanas después, Rafael vuelve eufórico a casa y se encuentra con un panorama dantesco: Su padre, tras conocer el desafortunado destino del trabajo de toda una vida ha decidido suicidarse colgándose de unas de las vigas del taller.

Rafael, sintiéndose responsable de la muerte de su padre, se jura a sí mismo recuperar lo perdido.

Durante mucho tiempo, permanecerá aislado como un ermitaño, esculpiendo el mármol hasta sangrar las manos, desechando en ocasiones, meses de trabajo al no encontrar la inspiración para estar a la altura de sus propias exigencias.



Los años van pasando y Rafael ya no conserva ese espíritu de luchador. Las canas cubren su dejada melena y sus manos se han transformado en herramientas celestiales; con una precisión y habilidad que sobrepasa incluso las de su difunto padre.

Medio siglo después de la fecha fatídica, el cincel de Rafael arranca su último trozo... el ruido de la inseparable herramienta al caer, no apaga el tosco y gutural gemido del cuerpo del anciano al golpear sobre el desgastado mosaico. Las manos rígidas parecen arañar el suelo y una gris neblina cubre sus ojos sin vida... es el final de un sueño, de una esperanza por redimir su pecado, que concluye en el mismo taller donde su padre lo abandonó cincuenta años atrás.


Para ver el reportaje fotográfico entero del lugar, visita mi WEB o búscame en facebook: Alicia Rius Photrography


Nota: historia original de Sergio T.

19 de julio de 2010

¿Es la amistad una afección más propia de la madurez que el amor?


El otro día leí un artículo de Octavio Paz que decía que la amistad es una afección más propia de la madurez. Desde mi punto de vista, y basándome en mi experiencia, discrepo de su afirmación.

La amistad, según la R.A.E, es un afecto personal, puro y desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece con el trato. Por eso, este afecto personal puede nacer en cualquier momento, independientemente del grado de madurez de las personas.

Ya desde pequeños tenemos amigos. Personas que nos rodean y con las que tenemos cierto grado de afinidad. Sin embargo, lo que sí depende más de la madurez, son las premisas a partir de las cuales valoramos quién es, o no, nuestro amigo. Cuando somos pequeños hacemos aliados con mucha facilidad, pues no cuestionamos mucho según qué comportamientos. De mayores, y curtidos por nuestras experiencias pasadas, sometemos a la amistad a duras pruebas de superación; que, una vez vencidas, fortalecen la lealtad.

Por otro lado, estoy en desacuerdo cuando el autor de “La llama doble” declara que la amistad no nace de la vista, ya que en muchas ocasiones, la amistad es fruto de una relación amorosa que ha fracasado. Sin ese amor previo, la amistad no hubiera surgido.

Lo mismo sucede con el amor. Este no siempre nace de la vista, sino que puede surgir de una amistad. El dicho “el roce hace el cariño” es bien conocido.

En lo que sí estoy de acuerdo es que la amistad es más duradera que el amor. La implicación que debe haber entre dos amigos requiere un esfuerzo menos constante que en la de dos amantes. En consecuencia, le doy la razón a Octavio cuando argumenta que la amistad está menos sujeta que el amor a los cambios inesperados, pues no debemos olvidar que el amor es irracional mientras que una amistad duradera asienta sus raíces en las bases del pragmatismo.

15 de julio de 2010

Accidente en California.


Anochecía. Parpadeaban las primeras estrellas mientras yo continuaba allí sentada, esperando que ocurriera lo que tanto tiempo había deseado. Se levantó una brisa agradable y fresca y, por fin, apareció Arnau con una gran sonrisa. En su mano, colgaban las llaves del descapotable con el que cumpliríamos uno de nuestros sueños: hacer un viaje por carretera a lo largo de todo California.

Llevábamos varios días de viaje y parecía que estuviéramos en una película de Hollywood. Habíamos conocido la locura de Las Vegas, el calor infernal del desierto de Mojave y la inmensidad del Gran Cañón del Colorado. San Diego, tan auténtico como en las películas, nos había robado el corazón; mientras que la jungla asfaltada de Los Ángeles, no era como lo habíamos visto en Los vigilantes de la playa.

Nuestra siguiente parada era San Francisco, que se encontraba a 442 millas de la ciudad de Guns & Roses. Conducíamos por la Ruta Estatal 1, la carretera que pasa a lo largo de la costa del Pacífico del estado de California. El camino era más largo que si tomábamos la Interestatal 5, pero la All-American Road —que es como la llaman ahora—¬ ¬ofrecía unas vistas incomparables.

Habían pasado cinco horas y oscurecía. Lo más sensato era buscar un sitio donde descansar, pero éramos jóvenes, inconscientes y estábamos borrachos de adrenalina; así que seguimos haciendo carretera al son de “California” de Phantom Planets. California, here we come! —cantábamos a dúo. Con el coche descapotado, el viento en nuestra cara y saboreando un paisaje al que no estábamos acostumbrados, nos sentíamos los dueños del mundo. Un escalofrío recorrió mi cuerpo y sentí la necesidad de levantarme del asiento y gritar con todas mis fuerzas. Y así lo hice. Arnau, que conducía, no se esperaba mi momento de locura transitoria. Se giró de golpe para ver qué pasaba; en ese momento un mapache cruzaba la carretera.

—¡Vigila! —grité asustada.

Arnau, en un acto reflejo para evitar atropellarlo, maniobró bruscamente. Yo salí disparada por el lateral del coche y el auto chocó contra un robusto árbol.

—Alicia, ¿estás bien?

Oía una voz que venía de lejos.

—Mmmm —murmuré.

Unos pasos agitados se acercaban.

—Alicia, ¿me oyes? —preguntó una voz que me era familiar.

—Mmmm… sí. ¿Qué ha pasado?

—Que hemos tenido un accidente.


Arnau me ayudó a levantarme y cruzamos la carretera hasta donde yacía el cadáver del mapache y lo que parecía ser un Chrysler con un nuevo formato más compacto—. No nos habíamos matado de milagro.

—Y, ¿ahora qué hacemos? —pregunté a mi novio sabiendo ya la respuesta…
—No lo sé. Quizás deberíamos buscar ayuda…

Miramos a nuestro alrededor y la noche había engullido el valle. No veíamos nada ni a nadie. Empezamos a caminar, dejando todas nuestras pertenencias a merced de los animales salvajes.

Caminamos durante horas en busca de algún motel donde alojarnos, pero no tuvimos suerte. Lo que no sabíamos es que, con tanta emoción encima, nos habíamos desviado de nuestra ruta y nos hallábamos en medio de Los Padres, un parque forestal de unos 600 kilómetros cuadrados.

Desesperados, sucios y cansados, teníamos que encontrar un sitio donde dormir. Era imprudente pernoctar a pie de carretera si no queríamos terminar como el mapache. Así pues, decidimos adentramos en el bosque para improvisar una cama a base de hojas y de pequeños troncos.

Nos tumbamos, nos miramos y nos echamos a reír. ¡Menuda hazaña! Lo habíamos pasado mal, pero sabíamos que sería la típica anécdota que contaríamos a nuestros hijos —cuando los tuviéramos— una y otra vez.

Después de un largo silencio, Arnau empezó a tatarear la canción de “California” otra vez.

—Tanananá, tanananá…

Me uní a él.

Cantamos hasta quedarnos dormidos en medio de esos árboles de enormes proporciones.
A la mañana siguiente seguiríamos nuestro camino en busca de nuevas aventuras.