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15 de julio de 2010

Accidente en California.


Anochecía. Parpadeaban las primeras estrellas mientras yo continuaba allí sentada, esperando que ocurriera lo que tanto tiempo había deseado. Se levantó una brisa agradable y fresca y, por fin, apareció Arnau con una gran sonrisa. En su mano, colgaban las llaves del descapotable con el que cumpliríamos uno de nuestros sueños: hacer un viaje por carretera a lo largo de todo California.

Llevábamos varios días de viaje y parecía que estuviéramos en una película de Hollywood. Habíamos conocido la locura de Las Vegas, el calor infernal del desierto de Mojave y la inmensidad del Gran Cañón del Colorado. San Diego, tan auténtico como en las películas, nos había robado el corazón; mientras que la jungla asfaltada de Los Ángeles, no era como lo habíamos visto en Los vigilantes de la playa.

Nuestra siguiente parada era San Francisco, que se encontraba a 442 millas de la ciudad de Guns & Roses. Conducíamos por la Ruta Estatal 1, la carretera que pasa a lo largo de la costa del Pacífico del estado de California. El camino era más largo que si tomábamos la Interestatal 5, pero la All-American Road —que es como la llaman ahora—¬ ¬ofrecía unas vistas incomparables.

Habían pasado cinco horas y oscurecía. Lo más sensato era buscar un sitio donde descansar, pero éramos jóvenes, inconscientes y estábamos borrachos de adrenalina; así que seguimos haciendo carretera al son de “California” de Phantom Planets. California, here we come! —cantábamos a dúo. Con el coche descapotado, el viento en nuestra cara y saboreando un paisaje al que no estábamos acostumbrados, nos sentíamos los dueños del mundo. Un escalofrío recorrió mi cuerpo y sentí la necesidad de levantarme del asiento y gritar con todas mis fuerzas. Y así lo hice. Arnau, que conducía, no se esperaba mi momento de locura transitoria. Se giró de golpe para ver qué pasaba; en ese momento un mapache cruzaba la carretera.

—¡Vigila! —grité asustada.

Arnau, en un acto reflejo para evitar atropellarlo, maniobró bruscamente. Yo salí disparada por el lateral del coche y el auto chocó contra un robusto árbol.

—Alicia, ¿estás bien?

Oía una voz que venía de lejos.

—Mmmm —murmuré.

Unos pasos agitados se acercaban.

—Alicia, ¿me oyes? —preguntó una voz que me era familiar.

—Mmmm… sí. ¿Qué ha pasado?

—Que hemos tenido un accidente.


Arnau me ayudó a levantarme y cruzamos la carretera hasta donde yacía el cadáver del mapache y lo que parecía ser un Chrysler con un nuevo formato más compacto—. No nos habíamos matado de milagro.

—Y, ¿ahora qué hacemos? —pregunté a mi novio sabiendo ya la respuesta…
—No lo sé. Quizás deberíamos buscar ayuda…

Miramos a nuestro alrededor y la noche había engullido el valle. No veíamos nada ni a nadie. Empezamos a caminar, dejando todas nuestras pertenencias a merced de los animales salvajes.

Caminamos durante horas en busca de algún motel donde alojarnos, pero no tuvimos suerte. Lo que no sabíamos es que, con tanta emoción encima, nos habíamos desviado de nuestra ruta y nos hallábamos en medio de Los Padres, un parque forestal de unos 600 kilómetros cuadrados.

Desesperados, sucios y cansados, teníamos que encontrar un sitio donde dormir. Era imprudente pernoctar a pie de carretera si no queríamos terminar como el mapache. Así pues, decidimos adentramos en el bosque para improvisar una cama a base de hojas y de pequeños troncos.

Nos tumbamos, nos miramos y nos echamos a reír. ¡Menuda hazaña! Lo habíamos pasado mal, pero sabíamos que sería la típica anécdota que contaríamos a nuestros hijos —cuando los tuviéramos— una y otra vez.

Después de un largo silencio, Arnau empezó a tatarear la canción de “California” otra vez.

—Tanananá, tanananá…

Me uní a él.

Cantamos hasta quedarnos dormidos en medio de esos árboles de enormes proporciones.
A la mañana siguiente seguiríamos nuestro camino en busca de nuevas aventuras.

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