La mujer sin nombre permanece sentada en la entrada de una tienda. Su mano, arrugada y sucia, está tendida en el aire a la espera de alguna limosna. Ella, silenciosa y en su mundo, paciente y persistente, sigue con la mirada a aquellos que la ignoraban.
Me acerco y le pregunto cómo se llama. Ella, la mujer del silencio, no me responde. Sus ojos aguamarina me miran y con una sonrisa sigue con lo que estaba haciendo.
Celia, así la llamaré.
—Disculpe, me gustaría hacerle unas fotos, ¿le importa? —le pregunto mientras le doy un billete. Celia niega con la cabeza y celosamente guarda el dinero.
Me emociono a cada disparo. Su piel oscura y castigada por el paso del tiempo me cuenta las mil y una por las que esta mujer ha pasado. Decenas de arrugas surcan su rostro color barro en un intento de contarme su verdadera historia.
Celia no es una pordiosera corriente. A pesar de que la vida la ha tratado mal y de carecer de recursos, se ve que intenta estar guapa. Por eso, estoy segura que su atuendo no ha sido escogido al azar: rayas marineras y estampado de flores en la falda. Sabe que la primavera ha llegado y quiere alegrar la triste calle con sus colores.
Por otro lado, lleva su melena grisácea recogida en un discreto moño y cuando algunos cabellos le invaden el rostro, coqueta se los coloca detrás de la oreja.
Mientras le hago fotos, una chica le lleva un bocadillo. Celia, emocionada, mueve la cabeza torpemente de un lado para otro. Se lo mira y el hambre la delata. ¿Cuánto hará que no come? Al final, pero, lo guarda en su bolsa de plástico, –su baúl de los tesoros.
Aprovecho para hacerle algunas preguntas pero es como si ella viviera en otro mundo. Le hablo y me mira, la miro y me sonríe, le sonrío y aparta la mirada. Sobran las palabras.
Contenta con los resultados y con el idioma del silencio, me despido de ella. Le cojo la mano en muestra de mi agradecimiento y con una leve inclinación de cabeza le digo adiós.
Me alejo y, ya en el coche, la veo sacar su manjar. Ahora le toca disfrutar a ella.
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